Las personas queer nos jactamos constantemente de decir que existimos desde siempre, y así es, pero si existimos desde siempre, debemos reivindicar nuestras apariciones documentadas en los distintos puntos de la historia. Reivindicarnos solo desde aquella revuelta liderada por Marsha P. Johnson y Sylvia Rivera en el 69 en Stonewall, Nueva York, nos empequeñece dentro del total de la historia de la humanidad, pues da un mensaje de que somos un producto semicontemporáneo nacido a mitad del siglo XX, y nada más lejos de la realidad.
Muchas personas establecen el comienzo de la lucha LGTBIQ+ en los altercados de Stonewall en el 69 en el caso de EE. UU, y aquí, en España, el 26 de junio de 1977 en Barcelona cuando se celebró la primera marcha del orgullo LGTBIQ+ en territorio nacional (hoy veremos que la que se mantiene como oficial, pero no necesariamente la primera). Pero si hacemos esto, ayudamos a dejar en el olvido cualquier manifestación producida por personas queer previa a estos puntos.
Me vais a permitir, por tanto, que coja ese término que define ese punto específico del siglo XX de la historia de nuestro colectivo, la primera “marcha por el orgullo LGTBIQ+”, y lo extrapole a otro escenario histórico. Y lo hago con conciencia y cierta pretensión, ya que lo que busco es recordar que el orgullo, es decir, la manifestación de un número de personas queer por sus derechos, no necesariamente debe referirse a algo nacido en un punto exacto de la historia, sino que cualquier agrupación de personas queer manifestándose por sus derechos o simplemente por su existencia es, en sí mismo, un orgullo LGTBIQ+.
Y vengo a hablaros de una manifestación ocurrida en Barcelona en 1933, un hecho insólito que incluye: un abogado travesti asesinado, cruising en baños públicos y una bomba en una revuelta anarquista; ingredientes que propiciaron que un grupo de travestis salieran a manifestarse por primera vez (al menos primera vez registrada en la historia) en España. A ver quién me dice a mí que eso no es una marcha del orgullo. De hecho, para muches, incluido yo, es la primera marcha del orgullo LGTBIQ+ en España, y es necesario divulgarla, darla a conocer, por la peculiaridad, teatralidad y espectacularidad de la misma.
Vamos por partes. Retrocedamos a Barcelona en 1932, concretamente a la calle Cid número 10, en pleno Barrio Chino, actualmente El Raval, donde se situaba el cabaret La Criolla. Llamar a La Criolla local de ambiente es aventurarse demasiado. De nuevo, hay que situar la historia en el contexto sociopolítico de la época en la que ocurrió, pero sin duda era un lugar donde la libertad sexual era aceptada y tolerada. En La Criolla se juntaban desde artistas bohemios a caras famosas de la Ciudad Condal, hasta mafiosos y carteristas, pasando por marineros que estaban de paso y, por supuesto, personas cuya disidencia sexual no era aceptada en otras salas.
Una de las caras más asiduas en las noches de La Criolla era el misterioso Lluís Serracant, también conocido como Lluiset. Nacido en el seno de una influyente familia burguesa catalana, se convirtió en un abogado de renombre, famoso por llevar a cabo la defensa de delincuentes y anarquistas, con los que entablaba amistad cada noche en La Criolla. Además de las altas posibilidades (algo que no ha podido ser verificado al 100 %) de que Lluís fuese también el artista detrás de la conocida travesti Flor de Otoño, muy famosa en los años 20 y 30 en Barcelona. No obstante, curiosamente, lo que nos interesa hoy no es la posibilidad de que Lluiset fuese un abogado de día y una travesti de noche —tema que ya de por sí da para no un artículo, sino una novela—, sino su militancia y actividades anarquistas.
Lluís no solo defendía en juzgados a anarquistas, sino que participaba activamente dentro de los grupos anarquistas activos en la Barcelona de los años 30, siendo una de las principales figuras en las revueltas anarquistas. Fueron estas actividades las que lo llevaron a ser preso, juzgado y sentenciado a muerte en 1932 por un atentado anarquista en unos urinarios públicos frente a una comisaría. Y si sumamos el hecho de que fuese asesinada una conocida cara del “ambiente LGTBIQ+” de la ciudad (y posiblemente una de las travestis más conocidas del momento), más que el atentado se produjo en unos baños públicos famosos por ser lugar de prácticas de cruising (muchas décadas antes de usarse esa palabra), tenemos los ingredientes perfectos y un motivo de causa para sacar a las calles a un grupo de personas queer a protestar.
No sabemos exactamente dónde se encontraba el urinario público, conocido en la época como Vespasiano, pero sí sabemos, gracias al malogrado escritor Jean Genet, que “estaba cerca del puerto y del cuartel y era la orina caliente de miles de soldados lo que había corroído la chapa”. Jean, otro asiduo al ambiente de La Criolla y a las relaciones entre hombres, sin duda era consciente de qué corroía la chapa exactamente, ya que esa perfecta ubicación de los baños ayudaba a que fueran un lugar de encuentro para los hombres gays y bisexuales del momento que necesitaban un lugar semiíntimo donde encontrarse. También era, por desgracia, un punto perfecto donde colocar una bomba.
Dicho artefacto hizo estallar un único y triste urinario por los aires, pero consiguió la ejecución de Lluís Serracant, más el cierre de un lugar asiduo de cruising y, evidentemente, la respuesta por parte de la pequeña comunidad abiertamente queer que había en aquella época no se hizo esperar.
Había en aquel momento un grupo de hombres gays, clientes habituales de La Criolla y Bataclán (otro local de la Ciudad Condal famoso por sus shows de travestismo), amigos de Lluís Serracant y Jean Genet, conocidos como “las Carolinas”.
El 9 de enero de 1933, “Las Carolinas” decidieron salir a las calles de Barcelona, vestidas con chales y mantillas, como si de una marcha fúnebre se tratase, a depositar un ramo de flores rojas en el espacio donde antes se encontraba el urinario público, que sin duda tan buenos ratos les había hecho pasar.
Así recoge, de nuevo, Jean Genet la historia en su libro Diario de un ladrón:
(fragmento citado, sin cambios)
Las revueltas, durante los disturbios de 1933, arrancaron una de las vespasianas más sucias, pero también de las más queridas. Estaba cerca del puerto y del cuartel, y la cálida orina de millares de soldados había corroído su chapa de metal. Al constatar su muerte definitiva, las Carolinas con chales, mantillas, trajes de seda y chaquetillas ajustadas acudieron a ella en solemne delegación para depositar un ramo de flores rojas anudado con un crespón de gasa. El cortejo partió del Paralelo, torció por la calle San Pablo, bajó por La Rambla hasta la estatua de Colón. Eran las ocho de la mañana, el sol iluminaba la escena. Las vi pasar y las acompañé de lejos. Sabía que mi puesto estaba en la comitiva: sus voces heridas, sus gritos de dolor, sus gestos exagerados, se proponían atravesar el espeso desprecio del mundo. Las Carolinas eran grandiosas: las Hijas de la Vergüenza. Llegadas al puerto, torcieron a la derecha en dirección al cuartel, y sobre la chapa herrumbrosa y hedionda del meadero público, sobre su chatarra muerta, depositaron las flores.
La imagen de un grupo de travestis de luto, en procesión, reivindicando el cierre de un urinario utilizado como zona de cruising en 1933, es sin duda la máxima expresión de lo que implica un orgullo LGTBIQ+. Un grupo de personas mostrándose abiertamente disidentes en cuanto a su expresión de género y protestando tanto por el asesinato de un igual como por el cierre de un espacio donde se relacionaban sexoafectivamente de una forma no heteronormativa en los años 30. Podemos empatizar, por tanto, con lo arriesgado que fue su acto, más cuando se trataba de una reivindicación cerca de un cuartel de la Guardia Civil.
Hay que recordar que la entrada de la II República el 14 de abril de 1931 trajo consigo la eliminación de cualquier mención a la homosexualidad como delito dentro del código penal (salvo en los miembros del ejército), pero aun así los disidentes sexuales seguían estando muy lejos de tener ningún tipo de protección dentro de la ley. De hecho, fue en el mismo año que nos acontece, 1933, en el que se aprobó la archiconocida Ley de Vagos y Maleantes que, si bien en sus orígenes tenía un foco más centrado en vagabundos, nómadas o proxenetas, sería utilizada, ya entrada la dictadura de Franco, como el principal arma contra la población LGTBIQ+.
Por eso mismo, debemos valorar a partes iguales por su riesgo y su genialidad el acto de Las Carolinas aquel día de enero de 1933 y plantearnos, desde nuestra contemporaneidad, cómo dicho acto no es celebrado, divulgado y reivindicado en la actualidad por todes nosotres. Es nuestro deber, como colectivo, no solo reivindicarnos y centrar nuestra lucha con una visión y misión futurista, sino abrazar nuestra historia, nuestra cultura y recordarla, celebrarla, a la vez que le damos el lugar que se merece dentro del cómputo general de la historia de la humanidad.
Como apuntaba al comienzo del artículo, las personas queer, y la lucha por nuestros derechos, hemos existido desde que los seres humanos empezamos a relacionarnos emocional y sexualmente. Evidentemente, nuestra existencia siempre estuvo limitada a las circunstancias políticas y sociales de la época que vivíamos y siempre bajo el paradigma de lo clandestino, pero reivindicar nuestra historia y cultura, ambas universales, es un deber que tenemos todes.
El crecimiento que tuvimos en la segunda mitad del siglo XX, que se debió principalmente a las políticas pseudoprogresistas tras la II Guerra Mundial y al auge de los medios de comunicación, era necesario de cara a exponer al conjunto de la sociedad y en los debates políticos nuestro mundo y necesidades. Pero si nos limitamos a hablar de ello, lo único que hacemos es quitar valor a la lucha de nuestres antepasades queer y a nuestra historia. Repito: la cultura y la historia LGTBIQ+ son universales, y si no somos nosotres quienes las tratamos como tal, ¿quién lo hará?
Por: Alvaro Casas
@alvcasas